Un viaje entre la fantasía y la nostalgia (Recuerdos de un niño toledano)
Hojas de Otoño
En la carretera muda,
que serpentea hacia la Sierra de San Vicente,
el otoño ha deshojado su silencio.
Las hojas,
doradas y cansadas,
yacen como cartas no enviadas
sobre el asfalto frío.
La niebla,
tímida y espesa,
se descuelga por los pinos
como un suspiro helado,
envolviendo cada curva
en un velo de misterio.
Cruje el viento.
Susurra historias antiguas
al rozar las ramas desnudas,
mientras las hojas caídas
se mecen,
lentas,
como si aún soñaran
con seguir siendo parte del árbol.
Y tú avanzas,
respirando ese aire
que huele a tierra mojada y memoria,
sintiendo cómo el paisaje,
melancólico y hermoso,
te envuelve el alma
en un abrazo de otoño.
Sobre la piedra quieta,
coronada de nieve recién caída,
alguien escribió Talavera
con un dedo tembloroso,
como quien deja un recuerdo
para que el invierno lo custodie.
La palabra descansa,
pura, breve,
dibujada sobre el blanco,
y parece latir
bajo el cielo gris.
Entonces,
una ardilla curiosa
salta entre las ramas,
cobijada en su abrigo de pelaje tibio.
Con paso ligero
se acerca a la piedra,
inclina la cabeza,
olfatea el nombre,
y parpadea
como si intentara leerlo.
Quizá piensa
que ese trazo
es una huella humana,
un mensaje secreto,
o el mapa de un tesoro escondido
bajo la nieve.
La ardilla da un toque suave
con su pata diminuta,
la nieve tiembla,
una letra casi se borra…
Y por un instante,
el bosque entero
parece contener la respiración,
mientras la palabra Talavera
y la pequeña ardilla
comparten la misma historia
en la calma del invierno.
La nieve acaricia las alturas lejanas de la Sierra de Gredos, pálida y distante. Su blancura dibuja el contorno de cumbres que guardan inviernos, leyendas y nieblas. Y debajo, el verde del prado —cálido, profundo— se transforma en refugio sereno de algo irreal que, sin embargo, está ahí: tangible, sorprendente.
Los vagones rojos no parecen pesados. Más bien se funden con la luz: invitan a soñar. Invitan a detenerse y recordar. A imaginar viajes antiguos, ecos de estaciones vacías, el humo de viejos trenes cruzando montañas, y el silencio reverente de un valle donde sólo el viento y la piedra conocieron los secretos primeros.
Y ahora, en este rincón mágico de El Real de San Vicente, esos vagones —extraños, bellos, casi imposibles— descansan como recuerdos de otro mundo, como metáforas de lo que fuimos: viajeros, soñadores, peregrinos de lo cotidiano.
Sobre un mar de niebla espesa, como si la tierra hubiera decidido desaparecer por un instante, se alza el Alcázar de Toledo: firme, solemne, casi eterno. Sus torres emergen de la bruma como los mástiles de un barco detenido en mitad de un océano silencioso. La luz suave del amanecer —una mezcla delicada de rosa y violeta— acaricia sus muros y le da un aura casi irreal, como si fuera un castillo nacido de un sueño o un recuerdo antiguo.
Bajo esa capa de neblina, la ciudad late en diminutos destellos dorados: farolas que titilan tímidas, como luciérnagas atrapadas por el invierno. Nada se distingue con claridad, sólo brillos y sombras; el resto es misterio. La niebla abraza Toledo por completo, lo envuelve y lo oculta, dejando únicamente al Alcázar como guardián solitario, vigilante sobre un mar del que él mismo parece ajeno.
En ocasiones, el mundo decide hacerse silencio. Y entonces aparecen instantes como este: instantes en los que las piedras viejas cuentan historias sin necesidad de palabras. El Alcázar, suspendido sobre la niebla, parece recordar batallas, reyes, sombras que ya no existen… y al mismo tiempo se muestra delicado, vulnerable, casi místico.
Es como si el tiempo se hubiese detenido para contemplarlo.
Sobre la bruma, el Alcázar es un faro de historia. Debajo, la ciudad duerme envuelta en un manto algodonoso. Y entre ambos —en la frontera difusa entre lo visible y lo oculto— se abre un espacio donde la imaginación y la realidad se estrechan la mano.
Mirar esta escena es sentir que Toledo, por un instante, vuelve a ser leyenda. Que la niebla no tapa, sino que revela; que aquello que oculta lo hace para que lo esencial, lo eterno, brille todavía más.
En la imagen se aprecia una recreación histórica de lo que parece ser un asentamiento medieval fortificado. El punto más destacado es una torre de vigilancia construida con una base de piedra y un nivel superior de madera, coronada por un tejado a dos aguas. La torre está integrada en una muralla de piedra que rodea el poblado.
La puerta principal de la muralla está abierta, y junto a ella hay varios guardias vestidos con armaduras y cascos metálicos, custodiando el acceso. Por la entrada está pasando un pequeño convoy: un carro tirado por bueyes cargado de heno y un grupo de animales, entre ellos vacas y ovejas, conducidos por pastores con vestimenta típica de época.
Dentro del recinto se ven algunas construcciones de madera con tejados de paja, y varias personas —mujeres, niños y trabajadores— realizando tareas cotidianas, como caminar, llevar cestas o acompañar a sus hijos. El entorno natural está compuesto por un bosque frondoso al fondo y un cielo nublado, lo que refuerza la ambientación histórica.
Es una escena muy completa y detallada que evoca la vida diaria en una fortificación medieval.
Una mujer se sienta en la roca,
pequeña frente al mundo,
con el viento peinando sus dudas
y el silencio sosteniendo su nombre.
Bajo sus pies, el precipicio abre
la boca inmensa de lo imposible,
una hondura antigua que respira
historias que nadie ha contado.
Ella mira lejos, más allá del vértigo,
donde el sol se derrama en oro
y la vida parece un hilo tenue
que el destino sopla con cuidado.
No teme.
En su quietud hay una fuerza secreta,
como si el abismo fuera un espejo
y en él descubriera su propia altura.
Y así, sentada al borde del mundo,
la mujer comprende al fin
que solo quien mira al vacío
aprende de verdad a volar.
Somos flores de colores,
hijas del rocío temprano,
y nacemos en un suspiro
cuando la tierra despierta.
En primavera nos engalanamos,
abrimos nuestros vestidos vivos,
y danzamos con la brisa leve
como si el tiempo fuera eterno.
Nos miran los ojos del mundo,
los niños, las abejas, la luz,
y cada rayo que nos toca
parece un abrazo del cielo.
Pero sabemos que somos breves,
que nuestra vida es un latido,
una chispa dulce y efímera
que pronto vuelve al silencio.
Cuando el frío llega despacio
cerramos los párpados verdes,
nos dormimos bajo la nieve
y soñamos colores futuros.
Y así vivimos, pétalo a pétalo,
muriendo un poco para renacer,
pues quien entiende la estación
descubre que la belleza vuelve.
Ante el gran espejo claro,
se inclina la bella dama;
su cabello, hilo dorado,
cubre el aire como llama.
Con sus dedos, luz y gracia,
va peinando la mañana,
y en el vidrio se desdobla
su figura enamorada.
Doble cuerpo, doble encanto,
eco fiel de su belleza;
dos miradas que dialogan
entre sombras y tibiezas.
La real, dulce y serena;
la reflejada, suspira.
Una peina, otra sonríe,
como hermanas en la brisa.
Y el espejo, agradecido,
guarda en su cristal profundo
la visión de aquella joven
que hace más hermoso al mundo.
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