Los Cantos Gordos
Se puso el abrigo, tomó el reloj entre las manos —aquellas manos que habían cargado hijos, herramientas, historias— y salió rumbo a Los Cantos Gordos. Hacía décadas que no caminaba hasta aquellas rocas, donde de joven se reunía con sus amigos para hablar del futuro con la insolencia alegre de quien cree tener todo el tiempo del mundo.
Al llegar, el viento le trajo risas que ya solo vivían en su memoria. Dejó el reloj sobre la roca más grande y lo acarició, como se despide uno de un viejo compañero.
—Hasta aquí hemos llegado —susurró.
El reloj siguió marcando los minutos, firme y obstinado. Giraldo se sentó a su lado, mirando el horizonte. Le quedaban pocos días, y lo sabía. Pero por primera vez en mucho tiempo no sintió prisa. Solo dejó que el tic-tac se mezclara con el silencio del campo, acompañándolo, como siempre lo había hecho.
Y así, entre recuerdos y viento, esperó serenamente a que el tiempo —su tiempo— siguiera su curso.
Y así, entre recuerdos y viento, esperó serenamente a que el tiempo —su tiempo— siguiera su curso.






















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