Allí, sobre una cúspide que parecía desafiar a los cielos, se alzaba el castillo de San Vicente. A primera vista, era una fortaleza tosca, castigada por los siglos y por las guerras. Las almenas, gastadas por la lluvia y el olvido, se recortaban como dientes mellados contra el horizonte. No obstante, pese a su aspecto sombrío, la piedra resistía. Cada muro parecía hablar de antiguas batallas, de juramentos susurrados al amparo de la noche y de esperanzas que aún ardían, aunque fuera en brasas.
A los pies del castillo, dispersas como si fueran brotes de un suelo agreste, se hallaban chozas humildes, construidas con bloques de piedra irregular, techos de madera rústica y helechos trenzados que oficiaban de tejado. El humo que salía de sus pequeñas chimeneas serpenteaba hacia el cielo, llevando consigo el aroma de la leña húmeda y el pan cocido en hornos de barro.
Los soldados que custodiaban la fortaleza miraron con recelo la llegada de los templarios. Vestían jubones remendados y empuñaban lanzas más viejas que muchos de ellos. Eran hombres duros, curtidos por la escasez y la espera. Temían que las sombras del sur volvieran a crecer: se hablaba, en susurros, del avance de las tropas almohades, que como una marea oscura amenazaban con desbordar los campos de Castilla.
El prior templario, sir Alarico de Monfort, desmontó en silencio y alzó la vista hacia la torre más alta. Bajo su manto blanco, la cruz roja latía como una promesa. Sabía que aquel castillo, ruinoso pero firme, sería su bastión contra la tormenta que se avecinaba. Allí, entre piedra, helecho y acero, se escribiría una página más del eterno combate entre la luz y las tinieblas.
Perfecto, vamos a continuar la historia. Desarrollaré el momento en que los templarios se instalan en el castillo y comienzan a preparar la defensa junto a los soldados locales. También podemos empezar a perfilar un posible enfrentamiento con las tropas almohades.
El Presagio del Sur
Los templarios fueron recibidos en la sala del trono, un salón frío y amplio, donde las losas del suelo crujían bajo las botas y la humedad trepaba por los muros como una enfermedad antigua. Sir Alarico se reunió con el comandante del castillo, don Nuño de Vargas, un veterano de mirada dura y barba encanecida por el peso de los años más que por la edad.
—No esperábamos refuerzos tan pronto —dijo don Nuño, sirviéndose vino agrio en una copa de barro—. Tampoco sabíamos que aún quedaban templarios dispuestos a defender estas tierras olvidadas.
—No es la tierra lo que defendemos, sino lo que representa —respondió Alarico, con voz firme—. Aquí, donde parece que solo quedan ruinas, aún se mantiene el eco de la cristiandad. No lo dejaremos caer.
Los días siguientes estuvieron marcados por una agitación creciente. Se repararon los tramos más débiles de la muralla con madera de los bosques cercanos. Los templarios enseñaron a los soldados del castillo a reforzar las defensas con empalizadas de espino y a fabricar brea con resina y aceite rancio. Bajo la dirección de fray Martín, un templario de manos callosas y fe de hierro, se levantaron hogueras en las torres de vigilancia para enviar señales si los enemigos aparecían por los pasos del sur.
Una tarde, mientras el sol se escondía tras los picachos, un joven centinela corrió hasta la torre este. Su rostro estaba pálido, sus palabras ahogadas por el miedo:
—¡Fuegos en el valle! ¡Han cruzado el río! ¡Los almohades vienen...!
Sir Alarico no dijo palabra. Se volvió hacia sus hombres, que ya estaban armados y listos. El retumbar de tambores lejanos comenzaba a llenar el aire, como un trueno que anunciaba la guerra.
—Entonces que vengan —murmuró—. El castillo de San Vicente no caerá esta noche.
Buenísima elección. Vamos a introducir un elemento místico: una antigua reliquia escondida en el castillo, que ha protegido el lugar durante siglos, y que está ligada al destino de quienes lo habitan.
El Corazón de Piedra
La noche cayó como un sudario sobre el Pico de San Vicente. Las hogueras encendidas en las almenas lanzaban sombras danzantes que parecían figuras de otro mundo. Mientras los soldados se preparaban para lo inevitable, Alarico descendió solo a la cripta del castillo, guiado por los susurros de una historia que sólo los suyos conocían.
Según los archivos templarios, San Vicente no era solo una fortaleza: bajo sus cimientos dormía el Corazón de Piedra, una reliquia ancestral traída desde Tierra Santa. No era un corazón literal, sino un fragmento de roca negra, tallado con símbolos olvidados, que ardía levemente al tacto. Se decía que contenía el espíritu de un mártir —un guardián del umbral entre lo sagrado y lo profano.
En la penumbra de la cripta, tras un muro sellado hacía más de un siglo, Alarico encontró el altar cubierto de telarañas. El Corazón de Piedra reposaba en el centro, latente, como si supiera que el tiempo de su despertar se acercaba. Al tocarlo, Alarico sintió una oleada de visiones: un mar rojo de guerra, gritos lejanos, y sobre todo... una voz.
Una voz que no era humana ni del todo divina:
—Mientras el corazón permanezca, la sombra no reinará... pero si se rompe, ni los muros más altos resistirán el fuego del sur.
La reliquia no solo protegía el castillo: lo ligaba a la tierra misma. Era un faro espiritual, un nodo entre mundos. Pero también una maldición. Si caía en manos enemigas, la barrera que separaba el mundo de los hombres y el mundo de los espíritus se rompería.
Alarico salió de la cripta con los ojos encendidos de fervor. La batalla por San Vicente ya no era sólo una guerra de espadas y lanzas. Era una guerra por el equilibrio de las fuerzas invisibles que tejían el destino de los reinos.
Y esa noche, mientras los tambores almohades se oían a lo lejos, el Corazón de Piedra comenzó a latir más rápido.
La madrugada del asedio llegó envuelta en un silencio tenso. Las tropas almohades se desplegaron como una marea oscura a los pies del castillo, portando antorchas y estandartes con inscripciones que el viento hacía danzar como serpientes. Desde las almenas, los hombres del castillo esperaban en tensión, sus corazones golpeando al ritmo del tambor enemigo.
Sir Alarico, de pie junto al Corazón de Piedra, sintió que algo antiguo se agitaba en el aire. Sabía que no bastaría con el acero. El enemigo no solo buscaba conquista, sino profanación. Si tomaban el castillo, abrirían un umbral que no debía ser cruzado.
Reunió a sus hermanos templarios en la capilla. Allí, sobre el altar, colocaron la reliquia, y trazaron con sangre sobre sus pechos la cruz roja. Alarico alzó su espada hacia la bóveda agrietada.
—Hoy no luchamos por muros, sino por el alma de estas tierras. Si morimos, que nuestra fe sea piedra. Que nuestro juramento quede grabado en este monte para la eternidad.
Entonces descendieron a la ladera, en plena noche, bajo la lluvia que comenzaba a caer como lágrimas del cielo. Los templarios se enfrentaron a los invasores no solo con fuerza, sino con una luz interior que brotaba de la propia tierra. El Corazón de Piedra, aún en la cripta, comenzó a irradiar un fulgor rojizo que emergía por las grietas del castillo como lava sagrada.
La batalla fue breve y brutal. La fuerza mística que protegía el castillo desató una tormenta inesperada: rayos cayeron sobre los estandartes enemigos, el suelo tembló, y un grito antiguo —como el lamento de un dios dormido— atravesó el campo. Los almohades, aterrados, huyeron.
Pero los templarios no sobrevivieron.
Fueron hallados al amanecer, caídos sobre la hierba húmeda, aún con sus armas en las manos. Alarico yacía en el claro donde había hecho su juramento, los ojos en paz, como si durmiera. Y frente a él, dos rocas altas habían sido hendidas por el rayo nocturno. En cada una se había grabado, sin mano humana, una cruz templaria perfecta. Nadie entendió cómo ni por qué. Pero allí quedaron.
Con el tiempo, el castillo fue abandonado. Solo las chozas quedaron, tragadas por la maleza. Pero las dos cruces siguen allí, en lo alto del Pico de San Vicente, como un sello de piedra y promesa. Los pastores y viajeros que pasan cerca aún susurran que en las noches de tormenta, se ve una luz roja brillar entre las rocas... como un corazón que aún late.