El Castillo de San Vicente (Un relato del siglo XIV) - Entre Templarios y Musulmanes (Parte I)
Temed hermanos
pues pisáis tierras
regadas con sangre...
Porque hubo un tiempo
de conquistas
de guerras
de persecuciones
odios y venganzas...
Temed la noche
pues aquí vagan
sus almas errantes...
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Introducción
Hubo una época en donde desde aquí... se vigilaba que las tropas "almohades" no se acercaran a Talavera (que ya era de la "Reina"), en tiempos del rey Alfonso XI...
Lo único que se puede afirmar es que la "Orden del Temple" estuvo cerca del Pico de San Vicente, debido a la existencia de castillos templarios y su influencia en los pueblos relativamente cercanos como por ejemplo:
Castillo de San Silvestre (Toledo)
Castillo de Montalbán
Castillo de Cebolla
Castillo de Malamoneda (Hontanar)
Dos Hermanas (Navahermosa)
Pudo o no existir en la Abadía de San Vicente, una conexión con Caballeros del Temple.
Es posible que Caballeros Templarios pudieran a posteriori, haber estado en el castillo para su custodia pero esto sería tras el abandono de la Abadía Canonical de San Vicente (sobre el 1290) y los últimos años del temple (1312).
Caballeros de túnica blanca
y cruz roja
Era el año del Señor de 1310 cuando los templarios, caballeros de cruz y espada, coronaron los senderos escarpados que conducían al Pico de San Vicente. La bruma de la mañana se alzaba desde los valles, envolviendo la sierra en un velo de misterio. A medida que ascendían, los cascos de sus monturas resonaban contra la piedra húmeda, rompiendo el silencio que solo los vientos y los cuervos osaban perturbar.
Allí, sobre una cúspide que parecía desafiar a los cielos, se alzaba el castillo de San Vicente. A primera vista, era una fortaleza tosca, castigada por los siglos y por las guerras. Las almenas, gastadas por la lluvia y el olvido, se recortaban como dientes mellados contra el horizonte. No obstante, pese a su aspecto sombrío, la piedra resistía. Cada muro parecía hablar de antiguas batallas, de juramentos susurrados al amparo de la noche y de esperanzas que aún ardían, aunque fuera en brasas.
A los pies del castillo, dispersas como si fueran brotes de un suelo agreste, se hallaban chozas humildes, construidas con bloques de piedra irregular, techos de madera rústica y helechos trenzados que oficiaban de tejado. El humo que salía de sus pequeñas chimeneas serpenteaba hacia el cielo, llevando consigo el aroma de la leña húmeda y el pan cocido en hornos de barro.
Los soldados que custodiaban la fortaleza miraron con recelo la llegada de los templarios. Vestían jubones remendados y empuñaban lanzas más viejas que muchos de ellos. Eran hombres duros, curtidos por la escasez y la espera. Temían que las sombras del sur volvieran a crecer: se hablaba, en susurros, del avance de las tropas almohades, que como una marea oscura amenazaban con desbordar los campos de Castilla.
El prior templario, sir Alarico de Monfort, desmontó en silencio y alzó la vista hacia la torre más alta. Bajo su manto blanco, la cruz roja latía como una promesa. Sabía que aquel castillo, ruinoso pero firme, sería su bastión contra la tormenta que se avecinaba. Allí, entre piedra, helecho y acero, se escribiría una página más del eterno combate entre la luz y las tinieblas.
El Presagio del Sur
Los templarios fueron recibidos en la sala del trono, un salón frío y amplio, donde las losas del suelo crujían bajo las botas y la humedad trepaba por los muros como una enfermedad antigua. Sir Alarico se reunió con el comandante del castillo, don Nuño de Vargas, un veterano de mirada dura y barba encanecida por el peso de los años más que por la edad.
—No esperábamos refuerzos tan pronto —dijo don Nuño, sirviéndose vino agrio en una copa de barro—. Tampoco sabíamos que aún quedaban templarios dispuestos a defender estas tierras olvidadas.
—No es la tierra lo que defendemos, sino lo que representa —respondió Alarico, con voz firme—. Aquí, donde parece que solo quedan ruinas, aún se mantiene el eco de la cristiandad. No lo dejaremos caer.
Los días siguientes estuvieron marcados por una agitación creciente. Se repararon los tramos más débiles de la muralla con madera de los bosques cercanos. Los templarios enseñaron a los soldados del castillo a reforzar las defensas con empalizadas de espino y a fabricar brea con resina y aceite rancio. Bajo la dirección de fray Martín, un templario de manos callosas y fe de hierro, se levantaron hogueras en las torres de vigilancia para enviar señales si los enemigos aparecían por los pasos del sur.
Cada noche, mientras el viento ululaba entre las piedras, los hombres oraban en la pequeña capilla del castillo. La cruz del altar, de hierro forjado y ennegrecida por el tiempo, parecía más pesada que nunca. Como si presintiera la sangre por venir.
Una tarde, mientras el sol se escondía tras los picachos, un joven centinela corrió hasta la torre este. Su rostro estaba pálido, sus palabras ahogadas por el miedo:
—¡Fuegos en el valle! ¡Han cruzado el río! ¡Los almohades vienen...!
Sir Alarico no dijo palabra. Se volvió hacia sus hombres, que ya estaban armados y listos. El retumbar de tambores lejanos comenzaba a llenar el aire, como un trueno que anunciaba la guerra.
—Entonces que vengan —murmuró—. El castillo de San Vicente no caerá esta noche.
El Corazón de Piedra
La noche cayó como un sudario sobre el Pico de San Vicente. Las hogueras encendidas en las almenas lanzaban sombras danzantes que parecían figuras de otro mundo. Mientras los soldados se preparaban para lo inevitable, Alarico descendió solo a la cripta del castillo, guiado por los susurros de una historia que sólo los suyos conocían.
Según los archivos templarios, San Vicente no era solo una fortaleza: bajo sus cimientos dormía el Corazón de Piedra, una reliquia ancestral traída desde Tierra Santa. No era un corazón literal, sino un fragmento de roca negra, tallado con símbolos olvidados, que ardía levemente al tacto. Se decía que contenía el espíritu de un mártir —un guardián del umbral entre lo sagrado y lo profano.
En la penumbra de la cripta, tras un muro sellado hacía más de un siglo, Alarico encontró el altar cubierto de telarañas. El Corazón de Piedra reposaba en el centro, latente, como si supiera que el tiempo de su despertar se acercaba. Al tocarlo, Alarico sintió una oleada de visiones: un mar rojo de guerra, gritos lejanos, y sobre todo... una voz.
Una voz que no era humana ni del todo divina:
—Mientras el corazón permanezca, la sombra no reinará... pero si se rompe, ni los muros más altos resistirán el fuego del sur.
La reliquia no solo protegía el castillo: lo ligaba a la tierra misma. Era un faro espiritual, un nodo entre mundos. Pero también una maldición. Si caía en manos enemigas, la barrera que separaba el mundo de los hombres y el mundo de los espíritus se rompería.
Alarico salió de la cripta con los ojos encendidos de fervor. La batalla por San Vicente ya no era sólo una guerra de espadas y lanzas. Era una guerra por el equilibrio de las fuerzas invisibles que tejían el destino de los reinos.
Y esa noche, mientras los tambores almohades se oían a lo lejos, el Corazón de Piedra comenzó a latir más rápido.
David Miguel Rubio
Promotor Turístico en Castilla-La Mancha
Acreditación Oficial Informador Turístico
Guía de Montaña