Una niña talaverana,
de trenzas hechas de sol y río,
se mira en el espejo quieto
como quien mira un sueño antiguo.
El cristal guarda un segundo,
un suspiro breve del ayer,
y en ese instante pasa el tiempo
como una sombra al amanecer.
Donde hubo risa, hay arrugas,
donde hubo juegos, hay memoria,
una anciana mira en silencio
todo el peso de su historia.
Pero Talavera reza bajito,
y el milagro vuelve a nacer:
el tiempo se quiebra en luz
y la anciana vuelve a ser.
Vuelven los pasos pequeños,
los ojos llenos de eternidad,
porque quien nace de un milagro
no aprende nunca a envejecer.
Y así, frente al mismo espejo,
entre lo humano y lo divino,
siempre será niña el alma
que el amor hizo destino.
porque quien nace de un milagro
no aprende nunca a envejecer.
Y así, frente al mismo espejo,
entre lo humano y lo divino,
siempre será niña el alma
que el amor hizo destino.
Junto al Tajo, una niña
de barro y luz talaverana
se mira en un viejo espejo
bordado de tiempo y campanas.
En un parpadeo de agua
el reflejo se estremece:
la infancia cruza los años
y en anciana se envejece.
Sus manos guardan la historia
de plazas, rezos y alfareros,
sus ojos saben de inviernos
y de veranos certeros.
Mas Talavera no olvida,
y la Virgen del Prado vela:
un milagro rompe el tiempo
como se quiebra la loza vieja.
El espejo vuelve a ser río,
la arruga se hace canción,
y la anciana se disuelve
en risa y en corazón.
De nuevo la niña mira,
eterna como la fe,
porque quien nace del milagro
no aprende nunca a caer.
Y así, en la tierra del barro,
del agua y la claridad,
la niña será por siempre
memoria viva y eternidad.
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