miércoles, 17 de diciembre de 2025

La quietud de Talavera de la Reina (Invasión Alienígena) - Están con nosotros desde hace tiempo

La quietud de Talavera de la Reina (Invasión Alienígena) - Están con nosotros desde hace tiempo
  
 
La quietud de Talavera de la Reina
(Invasión alienígena)
 
Talavera de la Reina siempre había tenido una calma peculiar, una quietud espesa que se adhería a las fachadas de azulejos como una pátina invisible. El Tajo seguía su curso manso, reflejado en el puente viejo, y mientras las campanas de la Colegial marcaban las horas con la misma cadencia de siglos atrás. Nadie habría imaginado que aquella normalidad era, en realidad, un síntoma.
 
La llegada no fue un estruendo ni un cielo en llamas. No hubo luces ni titulares. Las naves descendieron sin romper el aire, plegándose sobre sí mismas hasta desaparecer a simple vista. Se posaron sobre ciudades, campos, ríos y montañas, como una segunda atmósfera secreta. En Talavera, una de ellas quedó suspendida justo encima del cauce del Tajo, a la altura del Puente de Castilla-La Mancha, invisible incluso para los satélites.
 
Desde entonces, observaron.
 
No miraban como lo hacen los humanos. No buscaban rostros ni gestos, sino patrones. Vibraciones químicas, impulsos eléctricos, microvariaciones en la conducta colectiva. Talavera era para ellos un portaobjetos: una población estable, predecible, contenida entre barrios, polígonos y rotondas. Perfecta.
 
 
Nadie notó los primeros indicios. Solo pequeñas rarezas: relojes que se detenían todos a la vez durante un segundo exacto; perros que se negaban a cruzar ciertas plazas; un silencio antinatural en el Recinto Ferial al caer la noche. Los mayores hablaban de “mal aire”. Los jóvenes, de fallos eléctricos. La vida continuó.
 
Hasta que Julia Herranz empezó a soñar.
 
Julia trabajaba en el Archivo Municipal, clasificando documentos olvidados. En sus sueños veía Talavera desde arriba, como si flotara sobre la ciudad. Pero no estaba sola. Sentía presencias, ojos sin párpados que se abrían dentro de la materia misma. En uno de esos sueños, vio líneas de luz atravesando a las personas, midiéndolas, analizándolas, como bacterias atrapadas en una gota de agua.
 
Despertaba con un olor metálico en la nariz y un pitido grave en los oídos.
 
Un día, revisando un plano urbano de 1874, encontró una anotación imposible: un símbolo geométrico perfecto, repetido exactamente igual en distintos documentos separados por más de un siglo. Siempre en el mismo punto: junto al río. El símbolo no pertenecía a ningún lenguaje conocido.
 
Aquella noche, Talavera se detuvo.
 
No de forma visible. Simplemente, durante siete segundos, nadie parpadeó. Nadie respiró. Los coches siguieron avanzando, el agua fluyó, pero los cuerpos humanos quedaron suspendidos, congelados en mitad de un gesto trivial. Para los observadores, fue un momento de ajuste. Para Julia, que no quedó inmóvil, fue el descubrimiento del horror.
 
 
Vio cómo el aire se ondulaba. Cómo formas imposibles emergían de la nada, estructuras translúcidas, orgánicas y geométricas al mismo tiempo. Sintió, sin oír palabras, una certeza aplastante:
 
No sois el objeto de la invasión.
Sois el experimento.
 
Ellos llevaban siglos aquí. Talavera había sido elegida por su resistencia al cambio, por su tendencia a aceptar la rutina, por su quietud histórica. Querían comprobar cuánto podía alterarse una civilización sin que esta se rebelara. Cuánta anomalía era necesaria antes del colapso.
 
Cuando el tiempo volvió a fluir, nadie recordó nada. Nadie excepto Julia.
 
Ahora camina por las calles sabiendo que cada sombra puede ser una lente, cada reflejo un ojo. Sabe que la ciudad es observada como una colonia de microorganismos, y que el siguiente paso del experimento se acerca.
 
Talavera sigue tranquila. Demasiado tranquila.
 
Y entre esa quietud, mentes infinitamente superiores... nos están observando...



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