La niña se acerca, apenas alcanzando el borde del cristal, y sus pequeños ojos curiosos se encuentran con la mirada serena de una mujer marcada por los años. No hay miedo, no hay sorpresa; solo un reconocimiento profundo, como si el alma supiera que ambas pertenecen a la misma historia.
La anciana sonríe con ternura, viendo en aquella niña la pureza que un día habitó en su propio corazón. Y la niña, sin comprender del todo, siente una calidez inexplicable, como si el futuro viniera a acariciarle la mejilla.
En ese instante suspendido, el tiempo se vuelve un puente.
La inocencia toca la sabiduría.
El comienzo saluda al destino.
La vida entera se resume en un intercambio de miradas:
la promesa de lo que vendrá y la gratitud de lo que ya fue.
Porque dentro de cada niño habita una historia aún por escribir,
y dentro de cada anciana vive todavía aquella niña que soñaba sin miedo.
Y así, frente al espejo, ambas se reconocen…
ambas se abrazan…
ambas se recuerdan que la belleza verdadera no está en la edad,
sino en el camino que une el primer latido con el último suspiro.
Bajo el cielo que aún guarda
el susurro reciente de la lluvia,
la ciudad respira lento,
como si cada gota en el suelo
fuera un recuerdo que no quiere irse.
El pavimento, brillante y tímido,
refleja las farolas encendidas,
esas guardianas doradas
que dibujan caminos de luz
entre sombras violetas.
La vegetación, teñida de malva,
parece florecer hacia la noche,
como si el color naciera
del roce de tus pasos
y del murmullo de mi nombre
en tus labios.
Caminamos despacio,
sin prisa, sin destino,
dejando que la calle nos hable
con su voz de perfume húmedo
y promesas que tiemblan.
Tus dedos rozan los míos
y el mundo se vuelve pequeño,
solo un suspiro que compartimos
en este paseo donde la ciudad,
con sus brillos y su magia,
parece enamorarse de nosotros.
La casa, anclada al acantilado, guarda la calidez de un refugio eterno. Sus luces encendidas derraman un brillo dorado que se mezcla con los colores del atardecer, como si el sol, antes de despedirse, quisiera acariciar por última vez sus paredes.
Las buganvillas, exuberantes y libres, trepan por la fachada con tonos malvas, rosas y rojos que se derraman como cascadas de primavera. Se asoman a los balcones, juguetonas, dejando que alguna flor se desprenda y vuele, empujada por la brisa marina.
El mar… tan sereno, tan inmenso, se extiende más allá del horizonte con un azul que guarda secretos. Un velero avanza despacio, cortando el agua con elegancia, como si no quisiera perturbar la quietud de ese momento perfecto.
El cielo arde suavemente en tonos pastel: el rosa y el naranja se entrelazan con el azul, creando un cuadro que ningún pintor podría reproducir del todo. Es un instante que vibra, que respira, que se siente.
Todo en esta escena invita a detener el tiempo:
a escuchar las voces de las flores,
a sentir el aroma salado del viento,
a dejar que la luz tibia acaricie la piel,
a contemplar la vida desde la calma.
Es un rincón que promete paz, belleza y refugio,
un lugar donde el alma descansa
y el corazón recuerda que también sabe volar.
La cocina olía a hogar. Ese aroma antiguo, profundo, que solo puede nacer cuando el fuego de la chimenea enciende algo más que la madera: recuerdos.
La abuela, con su pañuelo anudado a la cabeza y las manos curtidas por los años, removía con paciencia la olla de barro que bullía sobre la lumbre. El caldo espeso rompía a hervir con pequeños estallidos, como si las patatas y la carne celebraran una fiesta secreta en su interior. Cada burbujeo parecía contar una historia, una chispa de vida que regresaba desde el pasado.
El resplandor naranja del fuego dibujaba sombras danzantes en las paredes. La abuela se detenía por momentos, mirando cómo las chispas escapaban hacia arriba, igual que los recuerdos cuando uno se deja llevar. Sonreía. Quizá recordaba la primera vez que aprendió aquella receta, o las manos de su madre enseñándole a cortar las patatas del tamaño justo para que se deshicieran en la boca sin perder su forma.
En un rincón, el gato dormía, confiado en la calidez del hogar. Y tú, sentado frente a la mesa, no podías dejar de observarla. Había algo en esos movimientos lentos, tan suyos, tan llenos de cariño, que te hacía sentir que aquel lugar era más que una cocina: era un refugio donde el tiempo se volvía amable.
La abuela sacó la cuchara de madera, sopló con ternura sobre ella y te ofreció un primer sorbo.
—A ver qué te parece —susurró, con esa voz suave que parecía hecha para calmarlo todo.
Y al probarlo, sentiste que no era solo un guiso. Era el sabor de toda una vida: de inviernos fríos que se vencían con una mesa llena, de risas alrededor del fuego, de manos sabias que daban más amor del que nunca pidieron.
Mientras la olla seguía hirviendo escandalosamente, tú comprendiste que aquel momento era un tesoro. Que la magia no estaba en la receta, sino en ella. Y en la forma en que el fuego, la comida y el cariño se unían para decirte, sin palabras, que estabas en casa.
En la cuerda de la vida
Pende el corazón,
bueno,
amable,
enamorado,
como un susurro de luz
en medio del silencio.
Late tímido,
porque sabe
que amar es exponerse
al viento que todo lo mueve,
a la sombra que todo lo duda,
a la caricia que todo lo rompe
si aprieta demasiado.
Y sobre él,
una mano temblorosa
—también frágil—
lo sostiene con hilos
tejidos de esperanza,
de miedo,
de vida.
La cuerda tiembla.
La mano duda.
El corazón suspira.
Ambos saben
que uno no es nada sin el otro:
la mano sin el latido
se queda vacía,
y el corazón sin la mano
cae al abismo
del frío.
Pero aun así,
se buscan,
se anudan,
se sostienen.
Porque en la fragilidad compartida
nace la fuerza
de seguir amando
aunque tiemble el mundo,
aunque tiemble la cuerda,
aunque tiemble la mano.
Se mece la mujer, suave,
en el columpio de madera gastada,
allí donde el mar respira
igual que hace treinta años
cuando era apenas una niña.
El viento le despeina recuerdos,
le trae voces pequeñas, risas saladas,
huellas diminutas que corrían
sobre la arena aún tibia
de aquellos veranos eternos.
Sus manos, ahora calmadas,
tocan las cuerdas ásperas
como quien acaricia el tiempo.
Y cada vaivén es un latido
que la devuelve a su infancia.
El mar, viejo cómplice,
rompe sus olas en sus ojos,
y ella sonríe sin prisa,
porque en ese balanceo lento
vuelve a ser la niña que soñaba.
Treinta años después,
el mismo columpio, el mismo mar,
pero otra vida en los hombros.
Y aun así, en ese instante suspendido,
todo vuelve a empezar.













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