Yo... Don Quijote, me llaman "El Caballero de la triste figura"...
Cabalgo incansable sobre mi leal Rocinante, cuyo ánimo y resistencia superan a los mejores corceles de los antiguos paladines. A mi lado, siempre fiel, marcha mi buen Sancho Panza, escudero de noble corazón y mente terrenal, quien, aunque poco versado en las artes caballerescas, me acompaña con su inagotable repertorio de refranes y su apetito insaciable.
Cierto día, cuando los caminos de la Mancha nos llevaban sin rumbo fijo, avistamos en la lejanía treinta o más gigantes de enormes brazos que giraban al compás del viento. ¡Ah, qué oportunidad para aumentar mi gloria!
—Sancho —dije, señalando a los colosos—, he aquí una batalla digna de nuestra empresa. ¡Mira cómo esos gigantes desafían el cielo con sus descomunales brazos! No podemos permitir que sigan aterrorizando estas tierras.
—Señor —repuso Sancho, meneando la cabeza—, que no son gigantes, sino molinos de viento.
—¡Calla, descreído! —exclamé, espoleando a Rocinante—. ¡Es el miedo el que nubla tu juicio!
Y con lanza en ristre me lancé contra el más fiero de todos. Pero, ¡ay!, el destino es caprichoso, y en el momento de la embestida, uno de aquellos traicioneros brazos me alzó por los aires y me estrelló contra el suelo.
Sancho acudió presuroso a socorrerme, con una sonrisa apenas contenida.
—¿Lo veis ahora, mi señor? ¿No os dije que eran molinos?
Me incorporé con esfuerzo, sacudiéndome el polvo y respondiéndole con solemnidad:
—Sancho, amigo, más sabe el encantador Frestón que tú o yo. Él ha transformado a estos gigantes en molinos para privarme de la gloria de la victoria.
Y así seguimos nuestro camino, con Rocinante sacudiendo su escuálido cuerpo y Sancho refunfuñando sobre la falta de posadas y buenos manjares. Pero yo, Don Quijote, marchaba con la cabeza alta, pues en mi corazón ardía el fuego del amor por Dulcinea y la certeza de que el mundo aún necesitaba caballeros andantes.
¡Adelante, Rocinante! ¡Que la aventura nos espera!
¡Adelante, Rocinante! ¡Que la aventura nos espera!
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